Es muy común que las personas asocien la riqueza con la felicidad, sin embargo abundan historias de ricos infelices y amargados. Esto sucede porque no todos tenemos bien claros ambos conceptos.
Para muchos riqueza es sólo posesión de bienes materiales – dinero, inmuebles, joyas, autos, etc. -, lo cual, indudablemente genera bienestar y la agradable sensación de holgura para el gasto y el consumo. Sin embargo esa sensación, como toda emoción, no es permanente sino muy efímera, está lastimosamente asociada a la ambición por tener más, lo cual nos genera frecuentes preocupaciones y desvelos.
La ambición por lo material es inherente a la condición humana, siempre se quiere tener más, el hombre no se contenta con lo que tiene, por eso es frecuente ver cómo narcotraficantes ya multimillonarios continúan en el negocio hasta que finalmente caen presos o son dados de baja por compinches aún más ambiciosos.
Pero si la ambición mata o desvela, existe otro sentimiento negativo muy relacionado con la riqueza material que resulta quizás peor: la envidia, esa que corroe el alma generando una gran infelicidad. Eso de que es mejor despertarla que sentirla es falso: es terriblemente dañino tanto lo uno como lo otro. Cuando envidiamos la posesión de algo (un auto, una bella pareja, lujos) estamos experimentando unagran frustración y generando un tonto complejo de culpa en el inconsciente, pero cuando hacemos ostentación de nuestras posesiones para que otros nos envidien estamos despertando a la más mortal culebra que vive en los demás.
A nadie le gusta ver ojos bonitos en cara ajena, quien nos envidia no nos considera merecedores de lo que tenemos y cree que sería un acto de justicia mínima hacer algo para despojárnoslo. Lo menos que hace un envidioso es inventar alguna calumnia o algún mal chisme que nos demerite ante los demás.
Quien es realmente rico y tiene por qué serlo, actúa siempre con bajo perfil y no ostentación de nada. Pero resulta que la mayor riqueza no está en el auto más fino y nuevo, o en la casa más lujosa o las abultadas cuentas bancarias: uno es realmente rico cuando no necesita nada más de lo que tiene, cuando le importa un diablo que fulanito se haya comprado el último Ferrari o se haya ido de paseo a las islas Fiji con la última conquista. Uno es rico cuando sabe vivir bien con lo que tiene y con lo que es, sin endeudarse para comprar cosas que no necesita para tratar de impresionar a gente que no vale la pena.
Uno es rico cuando no vive delante de sí mismo, como dijera algún sociólogo alemán que estudió el alma del colombiano, significando con ello que vivimos en perfecta angustia por tener más que el otro o sufriendo porque el otro vaya a tener más que nosotros.
No quiere esto decir que debamos ser conformistas y perezosos, es normal que nos esforzarnos en mantener un ritmo y un caucenatural de nuestro progreso económico personal, trabajar por un ascenso, por mejorar nuestras ventas y hacer buenos negocios. El error está en alterar ese cauce con atajos viciados de ilegalidad que pueden traer grandes dolores de cabeza.
“Tener” parece ser, lastimosamente, el único verbo rector de muchas personas, olvidándonos que para llegar a él hay que pasar primero por el “ser” y luego por el “hacer”. Para tener cosas hay que hacer (estudiar y trabajar mucho), y para hacer esas cosas hay que ser (disciplinado, perseverante, etc.).
Cuando comprendemos bien estas cosas podemos comenzar a tomar consciencia de que somos y podemos ser muy ricos, entonces sentimos la experiencia liberadora de no envidiarle nada a nadie, y ese es, sin duda alguna, el permanente estado ideal de felicidad, que es bien distinto a una fugaz emoción de alegría por algún suceso especial. Cuando no sentimos la presión de tener o de aparentar tener, recuperamos tiempo entonces para lo verdaderamente importante: nosotros mismos, con nuestros hobbies y pasatiempos, con nuestra familia y amigos, nos volvemos más divertidos para los demás.
Nuestra salud, nuestra mente ilustrada y nuestro tiempo son los tres grandes tesoros que debemos privilegiar: esa sí es riqueza pura. Podemos concluir entonces que riqueza y felicidad sí van de la mano, pero cuando las entendemos bien, cuando ambas son inherentes a nuestro ser, cuando se hacen permanentes y no temporales.