La enorme cantidad de fallecidos en los dos últimos años por cuenta de la pandemia del Covid-19, muchos de ellos familiares, amigos o simplemente conocidos nuestros, nos obligó a extremar las medidas de precaución para no ser contagiados. Tales medidas, naturalmente, hacen referencia a evitar al máximo el contacto físico con aquellas personas que no sean de nuestra absoluta confianza, como lo son quienes conviven con nosotros en nuestro hogar.
El placer de ir por ahí conquistando nuevos amores ha venido desapareciendo rápidamente. Tener sexo por primera vez con alguien se ha convertido en una especie de ruleta rusa en la que ponemos en juego nuestra posesión más valiosa: nuestra propia existencia. La paranoia sexual producida por la pandemia es igual a la que se originó cuando se comenzaron a dar los primeros casos de Sida en el mundo, enfermedad que en sus primeros meses era – y es – perfectamente asintomática.
El infiel, o la infiel, no tiene tranquilidad y sosiego hasta tanto no pasen dos o tres semanas de incubación del virus para estar seguros de no haber contraído la enfermedad. Esos días se convierten en un verdadero infierno para quienes tienen una familia y conviven con su cónyuge e hijos, o con sus padres y hermanos. Es descomunal el peso de la carga moral que se genera por estar poniendo en grave riesgo a los suyos a cambio de unos breves momentos de placer sexual. La ansiedad que eso produce anula por completo cualquier tipo de felicidad o satisfacción que la infidelidad produzca.
Pero la humanidad es necia y en materia sexual lo es aún más. Las ganas le pueden al miedo y esto ha hecho que, a pesar de la mortandad, sobrevivan moteles y burdeles. La industria de los escenarios para encuentros furtivos crece, ahora con la promesa de valor de que se ofrecen ambientes bioseguros, pero lo cierto es que por más aseado que sea el lugar el virus no está en las sábanas sino que puede estar en la boca, en los ojos, en las manos de la persona con quien vamos a interactuar.
Se sabe de muchos casos de contagios adquiridos en breves encuentros en los que hubo un beso de saludo, o un beso apasionado. De solo pensar en el precio tan alto que hay que pagar por tener ese placer cualquiera queda disuadido. Hacen falta mayores campañas advirtiendo del peligro que entraña el intercambio de saliva con alguien de quien no estamos 100% seguros. Nada hay como el sexo seguro