En las graderías su mamá apretaba los puños con fuerza y se mordía los labios desbordada de nervios y rezando. A solo unos metros en la misma tribuna, el dueño del Envigado, un club que en ese momento empezaba a irrumpir en el fútbol colombiano, observaba entusiasmado las finas maneras de incipiente futbolista del niño de apenas once años. Preguntó de dónde había salido aquel prodigio. Alguien le indicó quien era la madre del niño. No había acabado el juego y el directivo envío a uno de sus emisarios para averiguar más sobre el pequeño que poseía una zurda cuyos pases, delineaban una parábola preciosa que surcaba por los aires con una precisión impecable. Un niño prodigio. ¿Pregúntele que cuánto vale el muchacho? Encargó. La pregunta literal ofendió a la mamá de James.
“Dígale a ese pervertido que mi hijo no tiene precio” fue la respuesta nerviosa pero contundente. Al otro día, sin los ánimos exaltados, el directivo se presenta en persona a María del Pilar Rubio. Le explica que no compra niños ni es pervertido. Que es dueño de un equipo y que su oficio es comprar jugadores jóvenes y talentosos para terminar de formarlos y llevarlos a debutar al fútbol profesional. Le dice a la mamá de James que fije un precio, porque quiere adquirirlo. “Vale cien millones de pesos” respondió sin titubear la madre de James. El directivo aceptó el precio y fijó de palabra las condiciones del negocio. Soltaba la plata y el niño debía venir a Medellín de inmediato.
La operación estaba hecha, James quería jugar y seria profesional. Cumpliría su sueño dorado. Sin embargo había un problema, varios en realidad. La familia vivía en Ibagué, donde el padrastro de James era profesor y su madre tenía un empleo fijo. El presidente del Envigado no vio inconveniente. Le ofreció trabajo al padre de James en una Universidad de su propiedad en Medellín. A María del Pilar le ofreció empleo como administrativa del Envigado, además les daría vivienda. Problema resuelto. James quería jugar. Sus primeros entrenamientos fueron un derroche de ganas. Desde esa época y en los equipos donde jugó fue su constante. Llegar temprano, salir de último. Entrenar duro. Sin embargo los problemas parecían acompañarle. Un entrenador de Envigado lo notó de inmediato. El chico era muy zurdo y no se sabía perfilar, un aspecto esencial en un futbolista. Recibir adecuadamente la pelota, entregarla sin perder tiempo en el giro del cuerpo, es vital para contrarrestar la marca del rival. En el caso de James el tema pasaba por un problema en la columna. Les costó trabajo, literalmente, “enderezarlo”.
Resultó tan exitosa la misión, que pudo debutar en la categoría “B” profesional con escasos 14 años. Gustavo Upegui, presidente del Envigado, el hombre que lo compró, que invirtió en él, que lo descubrió y le dio la oportunidad, no alcanzó a disfrutar de la magia futbolística del niño que lo sedujo: lo mataron al poco tiempo en la ciudad de Medellín.
El resto fluyó, con dificultades pero fluyó. James se marchó con un bolso a Buenos Aires. Llevaba en el lomo un par de guayos, una sudadera, tres pantalonetas e igual número de camisetas. Llevaba, además, más de medio centenar de partidos profesionales que para un joven con diecisiete años cumplidos son todo un tesoro. James quería jugar y Julio Cesar Falcioni, el mítico arquero del América de Cali de los ochentas y en ese momento técnico de Banfield lo entendió. Lo hizo debutar después de un largo proceso de adaptación, en el que primó su estado emocional de niño inseguro. Destetado de su casa y con los conflictos normales de un muchacho de su edad, logró superar los obstáculos con un premio mayor de lotería: Campeón del futbol argentino. Una proeza para Banfield, para Falcioni y para el propio James David Rodríguez Rubio.
Algunos afirman que la suerte se busca, pero también que esta busca a los afortunados. Los problemas también. En el caso de James parece que las dos caras se juntan en la misma moneda. James quería seguir jugando y se lo llevaron al Porto, donde en algo más de 4.500 minutos ganó tres títulos incluyendo la Europa League. A James nunca le regalaron nada. Aunque algunos piensen que la suerte le sonríe muy seguido. Del Porto al Mónaco con un subtítulo francés en
las alforjas, y llegó el mundial de Brasil y el botín de oro como goleador del torneo. ¿Suerte? Tal vez.
Algunos siguen pensando que por esa suerte lo compró el Real Madrid. Aquel Real Madrid de tantos sin sabores, aquel equipo tan amado y odiado por miles de hinchas del planeta, de allá y de acá. Los más doctos dicen haber “aconsejado” a James para que tome las mejores decisiones en la vida. Los menos eruditos dedican horas y horas a hablar de James, a tildarlo de vago y mujeriego. De perezoso. ¿Habrán presenciado un solo entrenamiento de James? Seguramente no. De James se burlan por su evidente dificultad para hablar cuando está bajo presión. Tartamudo, tatareto le dicen. Así somos a ratos los colombianos, hirientes. Capaces de amar a los ídolos o de odiarlos por fallar. Por no ser campeones.
James quiere jugar y lo hará en el Bayern München. Un grande del planeta. Un viejo de ciento diecisiete años y cincuenta y cinco títulos. Evidentemente lo lleva Carlo Ancelotti, una especie de padre futbolístico de James, quien ha dicho que no tiene el puesto asegurado. Allí lo esperan en un medio campo de lujo figuras como Frank Ribery, Javi Martínez, Thiago Alcántara, Argen Robben, Arturo Vidal para nombrar a las estrellas. Que no tiene el puesto seguro, eso lo sabe el propio James. Ya jugó sesenta y un minutos como titular con buen suceso y demostró que cabe perfectamente en el equipo por su calidad, su inteligencia y velocidad mental, por la precisión de sus pases y por su zurda prodigiosa. Seguramente no es un galáctico pero es un gran futbolista. Lleno de calidad.
¿Sobrevalorado? Tal vez. Y qué futbolista no lo es, o cuáles no lo son? Lo cierto es que James volvió a sonreír en una ciudad tranquila y lejana a la prensa morbosa, como Munich. Le deseamos lo mejor a este cucuteño estrella.