Aterrizar en Amazonas es como hacerlo sobre una cama de brócolis, millones de frondosos y verdes brócolis parecieran extenderse por el horizonte infinito. Si bien me crié en el calorcito de Cúcuta, los 40°C y la humedad intensa del Amazonas me hicieron sentir algo mareada al llegar, pasado el mediodía de un jueves hace un par de semanas. Iba por razones de trabajo a esta bella región colombiana.
Una vez me instalé en el hotel, Luis Fernando – quien sería mi guía – me pidió que lo acompañara a un barrio indígena, no terminaba de decírmelo y yo ya tenía puesto el casco de la moto (es el medio más usual de transporte). Camino a la cita me dio un rápido paseo por Leticia y en algún momento me dijo “Doctora usted está en Brasil”, y, efectivamente, para mi sorpresa, lo estaba: Leticia y Tabatinga son una conurbación binacional en la que sólo una pequeña valla señala el lindero, allí se lee: Tabatinga os recebe de bracos abertos.
En la reunión de los indígenas decidían sobre posesión de tierras, la eterna pelea en este país, mientras los mosquitos trataban de atacarme y yo a ellos con un improvisado abanico que fabriqué con una hoja de cuaderno. Luis Fernando,
con sus habilidades de mediador, le daba manejo a la situación de los indígenas, que a ratos parecía bien difícil por el carácter fuerte de ellos.
El viernes para desayunar me llevaron a la plaza de mercado de Tabatinga. Pedí un beijú, una especie de tortilla, o arepa blandita, hecha de yuca y le echan mucha mantequilla, al morderla se siente como una gomita, muy cauchuda pero deliciosa, cuando vayan no se la pierdan. A la hora del almuerzo recordé haber visto en mi recorrido del día anterior un restaurante con una banderita de TripAdvisor – señal de recomendado – y decidí probar. La decoración era en madera, con imágenes y figuras propias de la selva y linda música brasilera ambientaba el lugar.
Del menú todo se veía emocionante, pues la mayoría de platos me eran desconocidos: la entrada de Mojojoy a la plancha o en brochetas me provocó, pero me sentí un tanto desilusionada cuando el mesero me preguntó si los quería ver antes y me trajo a la mesa una taza con unos gusanos monstruosamente grandes y amarillos deslizándose dentro de ella, sentí repulsión y, la verdad, no pude con eso. Otras delicias como piraña frita o encocado amazónico traía la carta, pero confieso que aquí no me sentí tan valiente (imaginaba que la piraña se habría comido antes a algún turista) por lo que me decidí por un Pirarucú, un delicioso y grande pescado de la región, en salsa de frutas tropicales y jugo de copoazú (una fruta que debe ser prima de la guanábana).
El almuerzo, delicioso y generoso, estuvo acompañado de un shot de chicha morada como aperitivo, y al final, como bajativo, por un shot de chuchuguaza, de sabor intenso y efecto recreativo, como bien me lo advirtió el dueño del restaurante. A las cinco de la tarde fui al Parque Santander a ver el imperdible show que hacen justo a esa hora millones de loritos que antes de dormir en el mejor árbol para pasar la noche realizan una especie de danza en el cielo. En un momento parecía una especie de lluvia de loros, todos venían en picada y cuando ya van a llegar, levantaban el vuelo y seguían bailando.
El plan del sábado comenzaba a las 7:30 de la mañana en el lobby del hotel, pero de la emoción creo que llegué hora y media antes, se trataba de un tour en lancha por el río Amazonas. El guía, conocido como Gomelindio, nos dijo unas palabras que tal vez ya antes las había escuchado pero solo cuando estuve allí entendí su significado: “en la selva se vive cada día, vivimos hoy sin pensar en nada más”, “la vida es un libro y cada página es un día, hoy escribo una página, llega la noche, cierro el libro y me acuesto a dormir; mañana me despierto y escribo otra página” , “el hombre no puede cambiar a la selva, es la selva la que cambia al hombre”. La primera parada fue en Puerto Alegría, en Perú, donde las mascotas de la selva eran el atractivo para turistas como yo, dispuestos a ver y a tocar todo.
Así fue como llena de valor y seguramente racias a la adrenalina, la belleza y lo exótico del lugar terminé aceptando colgarme una pesada, fría y gigante culebra sobre mi cuello (si hice esto, hago lo que sea); siguieron un cocodrilo bebé, un mico, un oso perezoso, que en realidad es muy perezoso – lo alcé como a un bebé y durmió – , y un hermoso tucán. La siguiente parada del tour fue en la Isla de los Micos que, como su nombre lo dice, es un lugar plagado de miquitos que se abalanzan sobre cualquiera que les muestre un atractivo banano, así fue como en un segundo, tenía mi cabeza cubierta de micos que se peleaban por un bocado de la fruta. A mediodía fuimos a un lugar hermoso llamado Natural Park, que tiene una vista espectacular del río y la presencia magnífica de la Victoria Regia (flor de loto) del Amazonas. Puerto Nariño, segundo municipio de Amazonas y primero en Colombia en manejo de residuos sólidos, nos recibió con un silencio atronador: no tiene carros, ni motos! Todo el pueblo es un atractivo con sus casas en madera, de colores alegres y un alto mirador al que bien vale la pena subir porque la vista del pueblo, del río y la selva es inolvidable.
Camino a la última estación del paseo aparecieron los delfines rosados y grises saltando en el río, como si supieran que estábamos ansiosos por verlos y jugaran con nosotros para despistarnos. En Macedonia,la tribu indígena nos recibió con cantos y bailes y diversidad de artesanías hechas por ellos con madera, dientes de piraña, escamas de pescado y más. El regreso en lancha a Leticia tardó unos 40 minutos, en medio del imponente paisaje del río Amazonas y de la selva adornaban el camino. Esa noche cayó un aguacero bíblico, mucho más intenso de los que conocemos.
A los amantes de los deportes extremos les recomiendo ir a Omagua, distante unos veinte minutos en moto. Es un bosque tropical amazónico de muy altos árboles con ruidos, chillidos y berrinches de todos los animales posibles, y el aire más puro que he respirado en toda mi vida, ha sido acondicionado para ofrecer a los turistas una experiencia única de canopy.Con un grupo de argentinos iniciamos la aventura, que inició subiendo con un arnés por una cuerda que colgaba de un árbol a una altura de 35 metros. Una vez arriba, en la copa del árbol, la siguiente prueba era atravesar un puente colgante bastante estrecho, solo cabía un pie a la vez, para el que nos dijeron que ahora la dificultad no era tanto física sino mental (me concentré y lo pasé rápido). La siguiente era lanzarnos de un árbol a otro colgando de una cuerda y amarrada a un arnés; luego cruzar una malla casi que gateando, otra cuerda más corta y la última y de las mejores, fue lanzarme en caída libre (!) por la misma cuerda que subí al comienzo.
Una vez en tierra tuve el tiempo justo para correr al aeropuerto a tomar el avión que me llevaría de vuelta a Bogotá. Estar en el Amazonas con su río, sus animales, su gente, y el hecho de ir sola, de conocerme, de expandir mi mente, de arriesgarme, me permitieron conectarme de una manera real conmigo y con ese lugar, la selva que no se deja cambiar por el hombre, es ella la que nos cambia, nos enseña y nos transforma. ¡Hakuna Matata!