En el General Santander por las tardes de los domingos, se percibe un viento helado que penetra en los huesos a pesar de la inclemente temperatura de la ciudad inerme. Hasta allí se traslada siempre José Román Rodríguez en punto de las tres de la tarde, para acudir a una cita que, de antemano, sabe que será incumplida por su contraparte. No le importa.
Nunca ha pensado interrumpir la costumbre mística que profesa con el mismo ímpetu desde hace casi cuarenta años: Misa de ocho de la mañana, mercado de la semana en la nueva sexta a las diez y almuerzo antes de las doce. Y una vez cumplidos los menesteres caseros, camino al estadio para ver jugar al Cúcuta Deportivo.
Siempre usó la misma camiseta desgastada, con una mitad negra que perdió la solemnidad del luto, y la otra mitad de un rojo descolorido que ya se torna rosado. Cumplirá el rito hasta morir. El soplo gélido que se advierte en el estadio, dice Román sin dudas, tiene origen en la soledad aterradora que impregna el escenario, un sentimiento de pesadumbre y tristeza indescriptible, que solo un hincha sin equipo puede entender.
Es el mismo sentimiento que comparten cientos, miles de hinchas cucuteños, derrotados aunque nunca resignados a perder a su equipo. Alguna vez Eduardo Galeano, el gran escritor uruguayo que disfrutó de la literatura, tanto como del fútbol, afirmó acertadamente que “en su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo de fútbol” y esa sentencia de Galeano parece un designio al que se aferran hoy los aficionados del otrora llamado Doblemente Glorioso. La grada extraña al hincha y el hincha extraña a su equipo. Es una ironía risible con extremos de dramatismo mordaz. Hay estadio, hay hinchas, pero no hay club.
Hace 10 años, la ciudad alcanzó una notoriedad nunca antes experimentada gracias al balompié.
En dos años frenéticos, el Cúcuta Deportivo había ganado el título de la segunda división, el propio título de la primera y había arribado en un abrir y cerrar de ojos a la impensada semifinal de la Copa Libertadores ante el célebre Boca Júniors argentino. La ciudad, los seguidores y aun los apáticos por el fútbol, tocaron el cielo con las manos sin todavía creerlo.
El dinero circulaba como ríos incontenibles. Parecía sobrar. Aficionados en frenesí acudían al estadio en masa sin importar el día o la hora. Se sentía otra ciudad. Políticos, empresarios, estudiantes, profesionales, empleados, desocupados, humildes, pobres, ricos, todos mezclados en las tribunas de un estadio que se terminó de remodelar en estampida por la urgencia de tener escenario digno para los partidos de la Libertadores.
Al cabo de diez años, la realidad del equipo y sus glorias se transformaron en tropiezos que acabaron con un sueño efímero. Se cometieron todos los errores posibles que tarde o temprano hundirían la institución en una crisis consecuente con los hechos.
Para el año 2004 se conformó un grupo de empresarios, que si bien no sabían de futbol, tenían la intención de sacar el equipo de las cavernas de la segunda división donde permaneció nueve años enterrado. Ascendió en el año 2005 en una campaña que unió como pocas veces, a las fuerzas vivas de la ciudad en torno a una causa, en este caso deportiva.
¿QUE SUCEDIO?
Un evidente manejo administrativo inadecuado que careció de fundamentos empresariales, perjudicó al club que terminó por dilapidar su patrimonio. Nadie puede señalar que al equipo se lo robaron, porque aparte de ser una institución privada con un manejo discrecional de sus finanzas, nunca existieron pruebas para sustentarlo. Pero también es cierto que por una obligación de orden estético y moral con el hincha, nunca sus directivos dieron razón de los considerables dineros de la Copa Libertadores y de las jugosas taquillas de aquellos años, que parecieron esfumarse sin sustento contable alguno. Después, todo fue caos y caída en picada libre e inevitable. La demostrada carencia de conocimientos de la empresa futbolera por parte de directivos que nunca se asesoraron, trajo como consecuencia penosos resultados en campañas sucesivas que fueron fracaso en todos los órdenes. La puntilla final la dieron los dueños mayoritarios del equipo cuando le vendieron la institución a José Augusto Cadena, un directivo con ruinosos antecedentes en los equipos que manejó.
Era el final. Y así ha resultado, por ello las autoridades gubernamentales decidieron al termino del año 2016, no prestarle más el estadio General Santander al señor Cadena, lo que significó en términos concretos, correrlo de la ciudad. Desde su llegada, en diciembre de 2013, Cadena contrató 108 jugadores. Un promedio de 27 jugadores por año. Ha contratado y destituido algo más de dos directores técnicos por año. En tres años y cuatro meses ha jugado 119 partidos,
de los que ha ganado 34, empatado 44 y perdido 51. La sinrazón del Cúcuta es la pena mayor de los cucuteños en la década analizada Para esta edición de la revista Unicentro Contigo.