Se podría concluir que
a mayor nivel de formación académica las personas son más educadas, es decir,
que dependiendo de la cantidad de títulos se tendría mayor disposición a
saludar, decir: por favor y gracias, y, llegado el caso, asumir la
responsabilidad de reconocer un error y decir: lo siento o discúlpame.
Curiosamente, siempre que termino una presentación algún asistente se acerca a
decirme: “lástima que no vino un compañero de la oficina que tiene muchos
títulos, pero nunca saluda”, y otros, comentan: “El vigilante de mi empresa es
más saludable que muchos de mis compañeros”.
Una de las razones que explica esta situación es que, antropológicamente, en la
medida que la civilización crece se presenta mayor tensión, debido a conflictos
de intereses que terminan por promover un trato impersonal, parco y distante
que elimina las normas de urbanidad llevando a las personas a actuar como
autómatas. Caso contrario ocurre en pequeñas poblaciones, en las que todos se
conocen por el nombre, y por la cercanía, su educación los lleva a crear
vínculos de amistad y solidaridad.
Es así como figuras históricas de la humanidad dejaron una huella imborrable,
la Madre Teresa de Calcuta, Mahatma Gandhi y Martin Luther King, entre otros,
se caracterizaron por venir de poblaciones en las que la falta de atención a
las necesidades era un factor predominante y se dedicaron a mejorar la vida de
los demás, evidenciando, que las personas de buen corazón manifiestan su
grandeza en sus actos más que en sus palabras. De igual manera, las buenas
personas gozan de una autoestima superior y tratan a sus semejantes con
educación, pues, los considera iguales, y en ningún momento son despectivos en
el trato porque su base de valores no concibe esta falta de respeto.
En el ámbito corporativo se han transformado los procesos de selección
enfocándose en el “ser” determinando competencias o actuaciones en las que
prima ante todo la integridad de la persona más allá de sus conocimientos y habilidades.
De igual manera, se han implementado estrategias de desarrollo humano, como la
gerencia de la felicidad, buscando que las buenas personas no solo quieran
llegar a una organización para crecer, sino que deseen permanecer, logrando
minimizar los altos costos de las curvas de aprendizaje y el rechazo que puede
generar la natural resistencia al cambio.
Ser buena persona implica una alta dosis de inteligencia emocional que facilite
la capacidad de escuchar, una robusta base de valores, fe en sí mismo y en las
capacidades que se tienen para enfrentar los desafíos de manera proactiva
aprovechando el cambio, pero, ante todo, claridad en el propósito por el que
cada día se sirve a los demás, de esa manera, las buenas personas inspiran por
su humildad y alegría.