A quienes hemos tenido la fortuna de criar hijos, nietos o sobrinos se nos facilita más que a nadie entender el significado de la palabra ternura. Sentir sus bracitos rodeando nuestro cuello, oírlos reír por cualquier monería que les hagamos, escucharles esas historias que a media lengua nos cuentan, sabernos amados, respetados y admirados por esas criaturitas es algo que nos produce las emociones más sublimes que un buen ser humano pueda sentir en esta vida.
Los niños, particularmente los hijos y nietos, tienen la magia de representarnos tal y como éramos en una época en la que no podíamos vernos a nosotros mismos, ni teníamos siquiera consciencia de nuestra propia existencia, vivíamos felizmente despreocupados del mundo y sus alrededores. Es a los adultos a quienes nos corresponde ser conscientes de ese permanente estado de felicidad que acompaña a todos los niños del mundo, por eso nos indigna tanto ver cuando se
Les castiga con violencia y con irrespeto a su dignidad. De lejos, la mayor obra que podamos hacer en nuestra vida es educar bien a los hijos, formarlos, animarlos e impulsarlos a que estudien y cumplan un papel distinguido en la sociedad. Nada produce más satisfacción que ver sus éxitos profesionales y personales y saber que algo tuvimos que ver en ello. Ese es el mejor premio que podemos recibir por nuestros años de esfuerzo, trasnocho y sacrificio brindándoles cuidados múltiples para facilitarles las cosas. Nada quisiéramos más que poder extraer de nuestro cerebro un chip a trasplantarles con todas nuestras malas experiencias y así poder evitarles cometer los mismos costosos y lamentables errores en que incurrimos, para que no tengan que pasar por momentos dolorosos. Pero no, ellos deben correr con su propia suerte, tendrán sus propios tropiezos y aciertos, nuestra tarea y responsabilidad no va más allá de instrumentarlos para que aprendan a capitalizar los reveses que se les presenten, como también a resistir y vencer las dificultades que se les presenten.