Quienes nos cuentan un gran secreto, bien sea de carácter social, familiar o de negocios, supuestamente nos están honrando con su confianza, pero, la verdad, nos están es poniendo en aprietos al descargar sobre nuestros hombros responsabilidades que no estábamos buscando. Un secreto entre dos ya ha dejado de serlo, para que en verdad lo sea debe ser algo de uno solo. Además, tenga la seguridad de que no es usted el único que ha sido honrado con esa información secreta, con lo que tarde o temprano se divulgará (nada hay oculto bajo el sol) y usted será irremediablemente visto como el principal sospechoso de la indiscreción. Mejor dicho, por donde lo mire, eso es un verdadero encarte.
De manera que hacernos depositarios de las intimidades de otros no nos hace o nos vuelve importantes, en el fondo no hacemos nada distinto a ayudar a cargar un pesado lastre ajeno con el que los demás pretenden algún alivio moral poniendo abusivamente a prueba nuestra capacidad de discreción.
Se dice que lo bueno de un secreto ajeno es contarlo, no escucharlo, por ello no es justo someter a alguien a la tortura de la continencia verbal con algo que podría resultar escandaloso. Aunque puede producir la falsa sensación de importancia a quien presume de codearse con las más ricas fuentes de información y de ser merecedor de su confianza, esa confianza implica un buen grado de responsabilidad y compromiso, como si alguien nos diera a guardar una gran suma de dinero. Puede ser que nuestra caja fuerte sea vulnerable y al tercer trago soltemos la lengua ocasionando con ello un lío mayúsculo del que resultemos culpables sin que fuera nuestra intención. Y si debemos cuidar de intimidades ajenas, con más veras debemos cuidar de las propias. Jamás, jamás le confíe a nadie – a nadie – sus secretos. Tenga la seguridad de que siempre se arrepentirá de haberle confiado a alguien una intimidad suya porque habrá quedado en posición muy vulnerable sin necesidad. A menos de que se trate de algo de lo que quiera presumir.
Es bien famoso el episodio de indiscreción propiciado por el célebre torero español Luis Miguel Dominguín (padre del cantante Miguel Bosé), quien en el verano de 1953 conoció en la plaza de Las Ventas a la archifamosa estrella de cine Ava Gardner. Gracias a sus habilidades como seductor a los pocos días ya la había llevado a la cama y luego de su primer encuentro amoroso se levantó muy temprano a vestirse, a lo que la Gardner le preguntó que adónde iría. – A contarlo, le respondió él.
Con los secretos lo mejor es tener paciencia para conocerlos, tarde o temprano usted conocerá esa información privada, pero será mejor que algún indiscreto se los cuente y no que sea usted el primer depositario, así se evitará líos por cuenta ajena. De manera que cuando alguien llegue a confiarle su gran secreto trate de salvar responsabilidades con preguntas como:
– ¿Por cuánto tiempo debo guardarlo?
– ¿Quién más lo sabe?
– ¿A quién más piensa contarle?
– ¿Qué grado de reserva debe tener esto?
– ¿Por qué me lo cuenta a mí?
Por lo general quien nos confía su secreto lo hace esperando un consejo sobre el tema en cuestión. En ese caso, pregúntele:
– ¿Me considera experto en la materia?
– ¿Hará caso pleno de lo que le aconseje?
– ¿Ha considerado todas las opciones posibles
antes de contármelo?
– Haga tantas preguntas como sean necesarias
para disuadir a la otra persona
de encartarlo con su secreto.