Cualquiera creería que la muerte de Maradona no causaría mayor sorpresa. Desde hacía algunos meses venía presentando serias dificultades de salud que hacían presentir un desenlace fatal, a la vez que hacían crecer el mito de quera un ser inmortal.
Finalmente se dio, el pasado 25 de noviembre, en Tigre, un elegante suburbio de Buenos Aires, provocando las más intensas reacciones entre los argentinos, para quienes el Diego era nada más ni nada menos que un Dios.
Poco, nada, a decir verdad, importó el recrudecimiento de la pandemia para que los argentinos se apiñaran por millones – eso parecía – en la Plaza de La República, en la Avenida Corrientes, en las inmediaciones del Obelisco, para darle un último adiós en su recorrido fúnebre por la capital argentina. Había nacido el 30 de octubre de 1960 en la ciudad de Lanús, que hace parte del Gran Buenos Aires. Muere entonces joven, producto de excesos y descontrol. Al Dios no se le podía contradecir.