Cuando creíamos que los gobiernos dictatoriales habían desaparecido de La faz de la tierra por cuenta del avance de las redes sociales y la globalización, nos vino a tocar ver y sufrir uno muy de cerca: el de Venezuela. Ello nos ha permitido confirmar que existe una característica común a todos los tiranos: su ignorancia. Maduro no oculta la suya en todas las materias, bien sea en la economía (la más importante de todas), la historia, los idiomas y las relaciones internacionales, haciendo que resulte inexplicable que, en un país que cuenta con excelentes profesionales preparados en las mejores universidades del mundo, gobierne alguien que ni bachiller será. Eso es algo que hace entendibles
las actuaciones como gobernantes de los tiranos: solo mediante un régimen de terror y violencia pueden sostenerse en el poder.
Ellos no se exponen a ningún debate público, no permiten la controversia ni el disenso, quien se atreve a contradecirles paga muy caro su osadía. Los dictadores vencen, pero no convencen. Una segunda particularidad que los caracteriza es su apego al poder, una vez lo alcanzan se sostienen en él a sangre y fuego. El promedio de duración de los regímenes totalitarios en África y otros países europeos como Bielorusia, Kazajistán y Tayikistán ha sido de 30 años.
En Latinoamérica los principales exponentes de estos gobiernos oprobiosos han sido Fidel Castro, quien gobernó a Cuba 52 años; Alfredo Stroessner (Paraguay) lo hizo durante 35 años; Juan Vicente Gómez dominó a Venezuela durante 27 años; Leonidas Trujillo estuvo 18 años en el poder y Hugo Chávez alcanzó a gobernar al país vecino 14 años, hasta su muerte en 2013. Venezuela es, de lejos, la nación latinoamericana que más tiempo ha permanecido bajo el yugo de la tiranía, casi 50 años en un siglo.
Es abundante el anecdotario de las bestialidades cometidas por esos bárbaros gobernantes, comenzando por el más célebre de todos, Calígula, quien nombró Cónsul a Incitatus, su caballo favorito. En Uganda el célebre Idi Amin Dada convocaba a reunión de ministros y allí terminaba engulléndose alguno, era caníbal. Igualmente fue famoso Mariano Melgarejo, dictador boliviano que a sus reuniones de ministros llevaba a su caballo Holofernes y a todos les obligaba a emborracharse hasta que terminaban durmiendo en el piso, haciendo luego que sobre ellos orinara el caballo, para regocijo del gobernante. A Trujillo le encantaba inspirar terror al punto de que alguna vez se encontró en un pueblo del oriente del país con un viejo y muy querido amigo a quien no veía hacía muchos años y al saludarlo le dijo: Hola Fernandito, aún vives, qué bueno verte. Horas más tarde mandó a buscarlo para invitarlo a cenar y sus escoltas, muertos de miedo, le contaron que lo habían matado creyendo que ese saludo – aún vives – era una especie de orden de ejecución. Los esbirros terminaron arrojados a los tiburones, que era una de sus formas predilectas de matar a sus enemigos. Su vida estuvo tan cargada de anécdotas negras que el premio Nobel Mario Vargas Llosa le dedicó una de sus mejores novelas, “La fiesta del Chivo”, donde narra algunos de sus grandes pecados.
Es larga la lista de metidas de pata del nuevo dictador venezolano, Nicolás Maduro, cuyo estilo de gobierno resulta bastante demodé en los tiempos que corren.
Silenciar todos los medios de comunicación que no le son afectos es algo que luce detestable, como también lo son sus estúpidas actuaciones cargadas de soberbia, como la de no dejar entrar las ayudas humanitarias porque eso significaría admitir que el país está en ruinas. Los venezolanos se sienten muy avergonzados que en televisión y redes sociales aparezca su presidente enredado con la simple suma de 6+7, o pronunciando de manera terrible el idioma inglés.
Tampoco soportan verlo bailando salsa con su mujer en actos públicos en los que hace anuncios de nuevas medidas económicas que esta vez sí traerán prosperidad.