Me lo recordaba David Leal en su reciente visita a Cúcuta. Hay sitios emblemáticos en las ciudades que a pesar de su estética, resultan entrañables para la nostalgia. David lo sabe porque es cucuteño y no vive en la ciudad, lo sabe porque es un periodista acucioso y finalmente porque vive en Nueva York. De pronto caminando por las calles cucuteñas, especialmente arropadas por el calor infernal de junio pasado, se descubrió ante nosotros el espectáculo, nada agradable para algunos, del Parque Nacional. Entonces David en un arranque de inspiración inesperado, soltó una frase de esas que parecen recién paridas e incomprensibles: “Viviendo en Nueva York no sabes cómo se extraña el parque nacional. Este es como nuestro Times Square”. La sola comparación puede parecer un exabrupto para algunos, sobre todo, para los que nacieron acá pero reniegan de la ciudad y la detestan, hablan mal de ella y lamentan vivir en ella. La comparación sin embargo no es estética, es sentimental. Se refiere a lo que produce un lugar y la nostalgia que despierta. Las comparaciones siguen siendo odiosas pero necesarias, y aunque resulte difícil, nuestro Palacio Nacional si tiene semejanzas con Times Square. Allá, me decía David, el olor a pantalla quemada emanado de las inmensas persianas digitales de cristal líquido, con sus anuncios publicitarios permanentes, se confunde con el aroma imborrable de salchicha recalentada y cebolla recién cortada de sale de los carritos de perros calientes. Los artistas callejeros de diversos orígenes del mundo,abundan en tropel ofreciendo su arte itinerante, y casi exigiendo monedas de recompensa.
Los amigos de lo ajeno también frecuentan l sitio con su cosquilleo magistral para robarse lo que pueden. Algunas damas elegantes con sus faldas bien cortas, con sus medias veladas negras y excesivo maquillaje camuflado en lentes oscuros, que parece que fueran, aunque no fueran, pero al final resultan siendo. Se llevan sus ocasionales clientes bien lejos de allí, a los motelitos de mala muerte que en Nueva York como acá, también abundan.
Es una mezcla de culturas y estilos de vida. De problemas y desgracias, de formas de sobrevivir a la realidad que tanto allá como acá, golpea de la misma forma pero con una diferencia puntual. Quienes visitan Times Square se jactan de haberlo conocido, pero nunca lo extrañan. En cambio al Parque Nacional sí. Y la razón no tiene que ver con lo que haya o habite en el Parque, sino por la manera como todos lo imaginamos en nuestros recuerdos y nostalgias.
Como el Times Square, nuestro Parque Nacional cucuteño es un hervidero humano. Sus calles amplias, son paradero improvisado del transporte público. Todo el tiempo permanece invadido de ventas de comida callejera con toldos armados en plena vía, que emanan olores que solo se extrañan cuando ya no se vive en Cúcuta.
Abundaban los locales de fuentes de soda y panaderías que a las cuatro de la tarde, perfuman el lugar con su inolvidable olor de pan recién horneado. El lugar conocido también como el parque de la bola, por una fuente inservible con un globo terráqueo de arcilla, de donde alguna vez emanó agua, está dominado desde el centro de la plaza por la construcción imponente del otrora Palacio Nacional, que con los años, acabó casi en ruinas, sirviendo de oficinas de la Agencia de Impuestos Nacionales y de orinal público. Hoy la agencia, intenta cambiarlo muy lentamente con una manito de pintura de colores vivos.
Al costado de la calle novena, el inerme edificio verdoso y anacrónico, de enormes ventanales, antigua sede de la Sociedad de Mejoras Públicas, más mudo y triste que nunca, a la espera de un mejor destino. Con el tiempo la zona fue ocupada por vendedores de carros y motos, que trasformaron en estacionamiento público los contornos del parque, para negociar toda clase de vehículos. En Times Square las jineteras arrastran a sus clientes, mientras acá, habitan algunos prostíbulos que alargan las noches del parque hacia madrugadas frías y solitarias. Sin embargo la diferencia grande de los dos lugares, aparte del espectáculo interminable de luces y colores de las pantallas gigantes del lugar Neoyorkino, son los mecanógrafos y gestores de nuestro longevo parque. Aun arman sus tabucos, con mesitas de madera roída, sombrillas playeras de colores, y bancas de plástico y con sus máquinas de escribir antiguas, elaboran toda clase de documentos a ambio de unos pesos. Siguen siendo útiles, aunque no tan recordados como las hayacasde la calle octava, que se comen allí mismo en su hoja, de pie, con pan de cáscara y con una gaseosa de aquellas cuya publicidad abunda en las pantallas del Time Square.
Tiene razón David Leal, comparaciones odiosas pero necesarias para decir que nuestras esquinas con todo y su desorden también son entrañables. Aunque alguna vez podríamos transformar el parque para hacerlo turístico. Quién sabe si por acá llegaría tanta gente como allá. Deberíamos intentarlo.
“Viviendo en Nueva York no sabes cómo se extraña el parque nacional. Este es como nuestro Times Square”.