La tradicional pedida de mano, si bien no ha pasado a mejor vida, ha dejado de ser ese momento cumbre y asustador en el que la relación dependía de la aceptación de los padres de la novia a la idea de dar el siguiente paso hacia el matrimonio.
Hoy día, cuando la decisión de casarse llega a esa instancia ya ha sido más que tomada, curada y madurada por los novios a su libre albedrío, de tal suerte que el protocolo de consultar la opinión de los padres de ella termina por limitarse a refrendar lo acordado por la pareja y a desearle la mejor de las suertes en la vida que emprenderán juntos.
Hay que recordar que aquello era realmente angustiante, tanto para el novio como para la novia, porque era una especie de examen riguroso a las condiciones económicas de quien sería el esposo de la niña, y al tipo de trato que le iba a dar. Esas eran las grandes preocupaciones de los suegros. La primera cuestión obedecía a la necesidad de los padres de asegurarse de que el nuevo miembro de la familia no sería una carga más, un arrimado a la casa. Cómo y con qué la va a “mantener”, eran las preguntas de rigor que se hacían abiertamente.
Por fortuna esos tiempos ya pasaron, muchas cosas han cambiado, sobre todo lo de “mantener” a la niña. Ahora la novia es una profesional perfectamente autosostenible en lo económico, que hace rato no vive del bolsillo de su papi ni necesita, para nada, de un patrocinio masculino. Así las cosas, el interés no es otro que el de asegurarse de que no sea el marido quien termine “recostado” a la niña.
La otra gran preocupación, sobre la que se indagaba en el momento de la pedida de mano, era acerca del buen trato que le daría el esposo a su mujer. Esto, que era quizá lo más importante, no se conocía o adivinaba bien porque no existía la familiaridad que hoy día existe entre los novios y sus padres, la distancia que existía cubría con un velo de misterio el carácter del pretendiente. El novio sentía y sabía que con la pedida de mano adquiría un compromiso monumental, una cosa era hacerle promesas alegres a la novia y otra muy distinta a sus padres. En los tiempos que corren, yernos y suegros mantienen relaciones de camaradería, han salido de excursión juntos y han convivido con una frescura que resultaría pecaminosa a los suegros de hace medio siglo.
De manera que la famosa pedida de mano se da en realidad es en privado, cuando el novio le obsequia el anillo de compromiso; si ella está de acuerdo y le da el sí, ya no hay opinión de suegros que valga. Lo que luego se hace en casa de los padres es un mero acto protocolario de refrendación de la decisión por parte de ellos, y de socialización de la misma ante el resto de la familia y amigos más allegados, es un acto social de reconocimiento e integración de las familias de los dos contrayentes. Para esto se estila una especia de coctel o copa de vino y un par de breves discursos en los que los consuegros exaltan las virtudes de sus respectivos hijos y le dan la bienvenida al nuevo cónyuge a cada familia.
Se le recomienda al novio no beber más de dos whiskies en esta ceremonia familiar, casos se han visto en los que los nervios del momento hacen incurrir al novio o a uno de los suegros en excesos etílicos que terminan por dar al traste con el proyecto de boda por alguna indiscreción o abuso de franqueza.