Esta es una historia algo terrorífica y aparentemente fantasiosa, pero real, tal cual como sucedieron las cosas. Lo curioso es que esta historia la viví luego de haberla escuchado unos veinte años antes de mi madre, quien me narró alguna vez un episodio extraño que le había ocurrido a ella cuando estaba pequeña. Lo que nunca imaginé fue que eso mismo lo iría a vivir en carne propia ese domingo 31 de octubre del año 82.
Serían casi las once de la noche cuando salí de Salazar de las Palmas de regreso a Cúcuta luego de un agradable fin de semana. Conducía yo mi potente jeep Willys Renegade, del que me sentía orgulloso por su suavidad y excelente desempeño, venía a una bien moderada velocidad para que mi pequeño hijo no mareara, según me lo había pedido mi esposa.
En los asientos posteriores venían dos amigas, una de ellas, algo alicorada, lloraba porque había terminado ese día con su novio, mientras la otra la intentaba consolar dándole más trago para que se durmiera. Parecía que iba a ser un viaje muy entretenido. Habrían pasado unos diez minutos del trayecto inicial en el que se sube hasta el corregimiento de La Laguna, cuando vimos algo como una enorme bola de fuego y las luces de un carro que venía bajando a gran velocidad, lo que me preocupó mucho por las curvas y lo estrecha que es esa vía. Previendo la posibilidad de un accidente al encontrarnos busqué rápidamente un espacio para detenerme a esperar a que pasara el borracho o loco endiablado que corría así por esa carretera.
Pasaron unos dos o tres minutos y el carro no aparecía, tres minutos más y tampoco! De la preocupación pasamos al miedo. Se debió volcar
o estrellar, pensé. Resolví continuar la marcha con gran precaución, muy despacio, mirando con detenimiento si había algún rastro de accidente y recordando que de niño mi madre me había contado algo semejante sucedido en el mismo lugar. En eso estábamos todos, incluida la pasajera que lloraba y que del susto ahora daba alaridos, cuando vimos que los potentes faros de un auto habían aparecido súbitamente detrás de nosotros y a gran velocidad ahora nos adelantaba. Justo en el momento en que el carro – que reconocimos como grande, de color negro y modelo antiguo – nos rebasaba, nuestro infalible Renegade se apagaba. Nos aterró no encontrar explicación alguna a la súbita aparición del misterioso auto a nuestras espaldas y que nuestro jeep, que jamás había fallado, justo ahora viniera a averiarse.
Los conocimientos de mecánica no fueron nunca mi mayor virtud, con lo que al bajarme a abrir el capot sabía que no sería mucho lo que podría hacer, de manera que me dediqué a rezar todo lo que recordaba y a rogar a Dios que pasara otro vehículo que pudiera auxiliarnos. Pero nada. En esa época no existía aún el celular, así que no habría opción distinta a esperar al primer bus que pasara en la madrugada. Fue entonces cuando volvimos a ver las luces del carro que de nuevo bajaba hacia Salazar y lo que había comenzado como preocupación, luego miedo y después terror, ahora ya era pánico. Pero esta vez escuchamos el ruido del auto acercándose raudamente hasta unos cincuenta metros de donde estábamos, donde se detuvo sin apagar el motor ni sus luces. Nadie se bajó de ese auto, pero escuché claramente una voz fuerte, autoritaria, que me llamaba y pedía que me acercase.
No siento pena en admitir que me estaba muriendo del susto, que todo lo guapo que había sido hasta ese momento para darme puños, tomar
trago, trasnochar, seducir, etc., todo eso, decía, se había esfumado y ahora estaba parado allí, como un estúpido a punto de soltarme a llorar por los nervios y el pavor a lo desconocido. La mente se me bloqueó totalmente y no acaté a intentar recordar el final de la historia contada por mi madre.
Sin tener elección me fui acercando lentamente y pude sentir que el motor del carro generaba demasiado calor a su alrededor. Se deben estar cocinando en su interior los pasajeros, pensé, pero mi sorpresa fue enorme al ver que en el carro viajaban dos hombres muy elegantemente vestidos con saco y corbata, aunque con una moda algo antigua. Aquella vestimenta impecable no tenía sentido dado el espantoso calor que emanaba del vehículo, pero los hombres parecían no sentir ninguna incomodidad, se veían muy frescos, se notaba algo muy raro en ellos.
El que conducía el carro me miró con los ojos helados de un tiburón y con una voz recia que infundía una autoridad sobrenatural me ordenó subir al asiento posterior del auto. No tuve voluntad para resistirme pero justo en ese instante mi pequeño hijo comenzó a llorar y el hombre entonces me dio una nueva orden, dijo que solo me pediría una cosa para dejarnos continuar nuestro viaje: que rezáramos y le pidiéramos a la Virgen de Belén por el descanso de sus almas pues hacía 36 años, habían salido de una fiesta en el club del pueblo y en ese mismo sitio, manejando borrachos ese carro habían atropellado y matado a una mujer embarazada, huyendo del lugar sin auxiliar a la víctima y que desde entonces cada año y en la misma fecha, que ahora se llama Halloween, hacen el mismo recorrido a la medianoche, buscando retroceder el tiempo para evitar ese accidente y llevándose a posibles testigos.
En ese momento me desmayé, desperté al rato a la orilla de la carretera, adonde mi mujer y las dos amigas me habían llevado arrastrado. Ya no había nadie allí cerca, mi jeep encendió perfecto, como de costumbre, y regresé a Salazar. Nadie nos creyó el cuento, pero a la mañana siguiente cumplí lo prometido. No sé si eso les haya servido y no voy a averiguarlo, pues no pienso volver a pasar por allí en una noche de Halloween.
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